Muchachos aquí les dejo el cuento que veremos en clase. Beso. Flor
El Narrador
Mario Arregui
Un hombre ya entrado en años pasó una vez varios meses trabajando de alambrador en cierta estancia. No todas las noches pero sí muy frecuentemente, contaba en el fogón episodios de las guerras civiles de 1897 y 1904. Los peones -toda gente joven- y los dos muchachones hijos del patrón lo escuchaban siempre con interés, y a veces le pedían que tratara de recordar algún cuento para ellos nuevo o que repitiera tal o cual.
El alambrador narraba bien. Marcando con una sonrisa las necesarias salvedades, podríamos decir que era un clásico. Nunca se colocaba en posición del héroe o de actor importante; nunca decía "yo" y casi nunca testimoniaba como testigo presencial o, por lo menos, demasiado inmediato. Reconstruía y mostraba los hechos con el ánimo y desde los puntos de mira de un observador un tanto abstracto, bastante impasible, muy naturalmente ubicuo o semi ubicuo... Contaba como alguien que había visto y sabido todo pero que tenía (o había tenido) la virtud de olvidar y recordar de acuerdo con las leyes universales del olvido y la memoria. Sus relatos eran lineales y límpidos, sin trampas ni tecniquerías, conducidos con dominio instintivo del arte de narrar (ese arte que es más común de lo que los escritores, los profesores y los críticos literarios suelen creer). Y no se confinaba en la épica: la guerra era en sus labios las horas de combate y lo que ellas implicaban o podían implicar (el cuerpo ofrecido al peligro como si no fuera del todo propio, la intención de matar hombres asumida de la manera en que se asume una tarea, la muerte rondando a cada uno lo mismo que una multiplicada mosca verde llamada por el olor del coraje, el miedo sacando de pronto sus cabecitas de víbora por imprevistas grietas del alma…); pero era también, y más todavía, la vida libre y casi feral en los campamentos, las matrereadas un mucho lúdicas, las carreras de piojos en las hojas de los facones o en las caronas, las marchas y contramarchas en caballadas agotadas, las diabluras como actos gratuitos, las dificultades para conseguir un puñado de sal…
Cierta vez acababa de repetir la historia del negro degollado por error (contaba que el pobre moreno había salido de su escondite voceando equivocadamente, de puro asustado o atolondrado, el color de su bandería) cuando uno de los hijos del patrón preguntó:
-¿Y usté cuántos años tiene?
Hay un modo de responder a esta pregunta que se parece al cantar en las trucadas de los envidos o las flores que matan; con ese modo de entonación victoriosa (¿oscura victoria sobre los millones de hombres que no alcanzaron a vivir tal número de años?) el alambrador dijo:
-Sesenta y ocho
-Entonces en el 97 usté recién estaba naciendo y en 1904 tenía seis o siete años, nomás- sacó la cuenta el muchacho-. ¿No es así?
El alambrador nada contestó y no volvió a hablar de guerras civiles mientras estuvo en la estancia.
Pero podía (y tal vez debía) haber contestado. Podía haber dicho que él no relataba recuerdos personales sino otros –más profundos y menos limitados- que lo habían esperado a su nacimiento como el aire y como la luz, y que, se diría con apenas metáfora, había comenzado a mamar en las redondas tetas aindiadas de su madre. Podía haber dicho que hay, o que ocurre como si la hubiera, una rara intimidad con la historia dormitando siempre detrás de la posición de un paisaje con pasado. Podía haber hablado de lo que la sangre parece heredar directamente de la sangre, de las dominantes casi obsesivas del mundo en que se había criado, de cómo se coagulan y se graban las imágenes en el alma de un niño… y haber afirmado, sin falsear la verdad, que por su boca contaban sus abuelos, su padre, sus tíos y muchos otros hombres muertos de su linaje y su raza. Y finalmente podía (y debía) haber puntualizado con algún énfasis que no era él un mentiroso sino algo muy diferente, algo un poco mágico y un poquito sagrado: un narrador.
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