martes, 24 de mayo de 2011

Mario Benedetti

Muchachos hoy en la clase trabajaron con un cuento de Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti (si, tenía cinco nombres) perteneciente a su libro Montevideanos, los cuentos que en el habitan son todos muy buenos y recomendables para que lean, en otras palabras, traten de conseguir el libro y lean los cuentos que no se van a arrepentir.
Aquí les dejo otro cuento por si desean leerlo Relata una situación muuuy particular. Abrazos.
                                                                                                                                       Flor


Los Pocillos

          Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
          "El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.
          La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?", preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana."
          Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
          "Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.
          "No."
          "¿Querés que te sea sincero?"
          "Claro."
          "Me parece una idiotez de tu parte."
          "¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos."
          La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
          "De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez."
          "Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros.
          Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano."
          "¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.
          Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
          Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
          Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
          "Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella.
          "No", respondió José Claudio. "Fijate vos por mí."
          Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
          A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
          "Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme."
          "También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte."
          "Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
          Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
          "Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
          Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
          Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
          "No lo dejes hervir", dijo José Claudio.
          La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
          Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."
Montevideanos 1959

La Gallina Degollada





















miércoles, 23 de marzo de 2011

El narrador


Muchachos aquí les dejo el cuento que veremos en clase. Beso. Flor

El Narrador
                          Mario Arregui

Un hombre ya entrado en años pasó una vez varios meses trabajando de alambrador en cierta estancia. No todas las noches pero sí muy frecuentemente, contaba en el fogón  episodios de las guerras civiles de 1897 y 1904. Los peones -toda gente joven- y los dos muchachones hijos del patrón lo escuchaban siempre con interés, y a veces le pedían que tratara de recordar algún cuento para ellos nuevo o que repitiera tal o cual.
El alambrador narraba bien. Marcando con una sonrisa las necesarias salvedades, podríamos decir que era un clásico. Nunca se colocaba en posición del héroe o de actor importante; nunca decía "yo" y casi nunca testimoniaba como testigo presencial o, por lo menos, demasiado inmediato. Reconstruía y mostraba los hechos con el ánimo y desde los puntos de mira de un observador un tanto abstracto, bastante impasible, muy naturalmente ubicuo o semi ubicuo... Contaba como alguien que había visto y sabido todo pero que tenía (o había tenido) la virtud de olvidar y recordar de acuerdo con las leyes universales del olvido y la memoria. Sus relatos eran lineales y límpidos, sin trampas ni tecniquerías, conducidos con dominio instintivo del arte de narrar (ese arte que es más común de lo que los escritores, los profesores y los críticos literarios suelen creer). Y no se confinaba en la épica: la guerra era en sus labios las horas de combate y lo que ellas implicaban o podían implicar (el cuerpo ofrecido al peligro como si no fuera del todo propio, la intención de matar hombres asumida de la manera en que se asume una tarea, la muerte rondando a cada uno lo mismo que una multiplicada mosca verde llamada por el olor del coraje, el miedo sacando de pronto sus cabecitas de víbora por imprevistas grietas del alma…); pero era también, y más todavía, la vida libre y casi feral en los campamentos, las matrereadas un mucho lúdicas, las carreras de piojos en las hojas de los facones o en las caronas, las marchas y contramarchas en caballadas agotadas, las diabluras como actos gratuitos, las dificultades para conseguir un puñado de sal…
            Cierta vez acababa de repetir la historia del negro degollado por error (contaba que el pobre moreno había salido de su escondite voceando equivocadamente, de puro asustado o atolondrado, el color de su bandería) cuando uno de los hijos del patrón preguntó:
-¿Y usté cuántos años tiene?
Hay un modo de responder a esta pregunta que se parece al cantar en las trucadas de los envidos o las flores que matan; con ese modo de entonación victoriosa (¿oscura victoria sobre los millones de hombres que no alcanzaron a vivir tal número de años?) el alambrador dijo:
-Sesenta y ocho
-Entonces en el 97 usté recién estaba naciendo y en 1904 tenía seis o siete años, nomás- sacó la cuenta el muchacho-. ¿No es así?
            El alambrador nada contestó y no volvió a hablar de guerras civiles mientras estuvo en la estancia.
            Pero podía (y tal vez debía) haber contestado. Podía haber dicho que él no relataba recuerdos personales sino otros –más profundos y menos limitados- que lo habían esperado a su nacimiento como el aire y como la luz, y que, se diría con apenas metáfora, había comenzado a mamar en las redondas tetas aindiadas de su madre. Podía haber dicho que hay, o que ocurre como si la hubiera, una rara intimidad con la historia dormitando siempre detrás de la posición de un paisaje con pasado. Podía haber hablado de lo que la sangre parece heredar directamente de la sangre, de las dominantes casi obsesivas del mundo en que se había criado, de cómo se coagulan y se graban las imágenes en el alma de un niño… y haber afirmado, sin falsear la verdad, que por su boca contaban sus abuelos, su padre, sus tíos y muchos otros hombres muertos de su linaje y su raza. Y finalmente podía (y debía) haber puntualizado con algún énfasis que no era él un mentiroso sino algo muy diferente, algo un poco mágico y un poquito sagrado: un narrador.

domingo, 20 de marzo de 2011

¡¡¡Bienvenidos!!!

Hola! Bienvenidos a nuestro blog: La clase ambulante. Aquí encontrarán materiales para estudiar y consultar, también compartiremos otros textos, videos e imágenes para reflexionar entre todos.Lo bueno sería que comenten y expresen lo que les gusta y lo que no, lo que les parezca interesante.Cualquier consulta no duden en escribirme a este mail: florguti2011@gmail.com. Saludos
                                                  Flor